La espinosa cuestión del aborto voluntario se
puede plantear de maneras muy diversas. Entre los que consideren la
inconveniencia o ilicitud del aborto, el planteamiento más frecuente es el
religioso. Pero se suele responder que no se puede imponer a una sociedad
entera una moral «particular». Hay otro planteamiento que pretende tener
validez universal, y es el científico. Las razones biológicas, concretamente
genéticas, se consideran demostrables, concluyentes para cualquiera. Pero sus
pruebas no son accesibles a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, que las
admiten «por fe»; se entiende, por fe en la ciencia.
Creo
que hace falta un planteamiento elemental, accesible a cualquiera,
independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen, de
una cuestión tan importante, que afecta a millones de personas y a la
posibilidad de vida de millones de niños que nacerán o dejarán de nacer.
Esta
visión ha de fundarse en la distinción entre «cosa» y «persona», tal como
aparece en el uso de la lengua. Todo el mundo distingue, sin la menor
posibilidad de confusión, entre «qué» y «quién», «algo» y «alguien», «nada» y
«nadie». Si se oye un gran ruido extraño, me alarmaré y preguntaré: «qué pasa?»
o ¿qué es eso?». Pero si oigo unos nudillos que llaman a la puerta, nunca
preguntarés «¿qué es», sino «¿quién es?».
Se
preguntará qué tiene esto que ver con el aborto. Lo que aquí me interesa es ver
en qué consiste, cuál es su realidad. El nacimiento de un niño es una radical
«innovación de la realidad»: la aparición de una realidad «nueva». Se dirá que
se deriva o viene de sus padres. Sí, de sus padres, de sus abuelos y de todos
sus antepasados; y también del oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, el carbono,
el calcio, el fósforo y todos los demás elementos que intervienen en la
composición de su organismo. El cuerpo, lo psíquico, hasta el carácter, viene
de ahí y no es rigurosamente nuevo.
Diremos
que «lo que» el hijo es se deriva de todo eso que he enumerado, es «reductible»
a ello. Es una «cosa», ciertamente animada y no inerte, en muchos sentidos
«única», pero al fin una cosa. Su destrucción es irreparable, como cuando se
rompe una pieza que es ejemplar único. Pero todavía no es esto lo importante.
«Lo
que» es el hijo puede reducirse a sus padres y al mundo; pero «el hijo» no es
«lo que» es. Es «alguien». No un «qué», sino un «quién», a quien se dice «tú»,
que dirá en su momento «yo». Y es «irreductible a todo y a todos», desde los
elementos químicos hasta sus padres, y a Dios mismo, si pensamos en él. Al
decir «yo» se enfrenta con todo el universo. Es un «tercero» absolutamente
nuevo, que se añade al padre y a la madre.
Cuando
se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre se dice una insigne
falsedad porque no es parte: está «alojado» en ella, implantado en ella (en
ella y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «estoy embarazada», nunca
«mi cuerpo está embarazado». Es un asunto personal por parte de la madre. Una
mujer dice: «voy a tener un niño»; no dice «tengo un tumor».
El
niño no nacido aún es una realidad «viniente», que llegará si no lo paramos, si
no lo matamos en el camino. Y si se dice que el feto no es un quién porque no
tiene una vida personal, habría que decir lo mismo del niño ya nacido durante
muchos meses (y del hombre durante el sueño profundo, la anestesia, la
arteroesclerosis avanzada, la extrema senilidad, el coma).
A
veces se usa una expresión de refinada hipocresía para denominar el aborto
provocado: se dice que es la «interrupción del embarazo». Los partidarios de la
pena de muerte tienen resueltas sus dificultades. La horca o el garrote pueden
llamarse «interrupción de la respiración», y con un par de minutos basta.
Cuando
se provoca el aborto o se ahorca, se mata a alguien. Y es una hipocresía más
considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el
niño que viene, a qué distancia de semanas o meses del nacimiento va a ser
sorprendido por la muerte.
Con
frecuencia se afirma la licitud del aborto cuando se juzga que probablemente el
que va a nacer (el que iba a nacer) sería anormal física y psíquicamente. Pero
esto implica que el que es anormal «no debe vivir», ya que esa condición no es
probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser
anormal por accidente, enfermedad o vejez. Y si se tiene esa convicción, hay
que mantenerla con todas sus consecuencias; otra cosa es actuar como Hamlet en
el drama de Shakespeare, que hiere a Polonio con su espada cuando está oculto
detrás de la cortina. Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando
está oculto -se pensaría que protegido- en el seno materno.
Y
es curioso cómo se prescinde enteramente del padre. Se atribuye la decisión
exclusiva a la madre (más adecuado sería hablar de la «hembra embarazada»), sin
que el padre tenga nada que decir sobre si se debe matar o no a su hijo. Esto,
por supuesto, no se dice, se pasa por alto. Se habla de la «mujer objeto» y
ahora se piensa en el «niño tumor», que se puede extirpar como un crecimiento
enojoso. Se trata de destruir el carácter personal de lo humano. Por ello se
habla del derecho a disponer del propio cuerpo. Pero, aparte de que el niño no
es parte del cuerpo de su madre, sino «alguien corporal implantado en la
realidad corporal de su madre», ese supuesto derecho no existe. A nadie se le
permite la mutilación; los demás, y a última hora el poder público, lo impiden.
Y si me quiero tirar desde una ventana, acuden la policía y los bomberos y por
la fuerza me lo impiden.
El
núcleo de la cuestión es la negación del carácter personal del hombre. Por eso
se olvida la paternidad y se reduce la maternidad a soportar un crecimiento
intruso, que se puede eliminar. Se descarta todo uso del «quién», de los
pronombres tú y yo. Tan pronto como aparecen, toda la construcción elevada para
justificar el aborto se desploma como una monstruosidad.
¿No
se tratará de esto precisamente? ¿No estará en curso un proceso de
«despersonalización», es decir, de «deshominización» del hombre y de la mujer,
las dos formas irreductibles, mutuamente necesarias, en que se realiza la vida
humana? Si las relaciones de maternidad y paternidad quedan abolidas, si la
relación entre los padres queda reducida a una mera función biológica sin
perduración más allá del acto de generación, sin ninguna significación personal
entre las tres personas implicadas, ¿qué queda de humano en todo ello? Y si
esto se impone y generaliza, si a finales del siglo XX la Humanidad vive de
acuerdo con esos principios, ¿no habrá comprometido, quién sabe hasta cuándo,
esa misma condición humana? Por esto me parece que la aceptación social del
aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en este siglo que se
va acercando a su final.
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